El saludo hitleriano: significado de un gesto
Nunca es tarde si la dicha es buena. En 2005, el sociólogo Tilman Allert publicó un volumen titulado Der deutsche Gruß,
pero dada mi enemistad con aquella lengua no advertí su significado.
Afortunadamente, acaba de aparecer una traducción al inglés: The Hitler Salute: On the Meaning of a Gesture (Metropolitan).
I. Richard Eder analiza el volumen para boston.com, mientras en el neoyorquino The Sun
quien se ocupa del volumen es Richard J, Evans, profesor de historia en
Cambridge y autor de un volumen de próxima aparición sobre el asunto: The Third Reich in Power (Penguin Press). Veamos qué nos dicen:
Allert nos recuerda que ese gesto – acompañado del célebre “¡Heil Hitler! y, en el caso de los militares, de un sonoro taconazo– llegó a ser bien pronto obligatorio con los nazis. En el verano de 1933, su primer año en el poder, requirieron a todos los funcionarios a utilizarlo personalmente, al encontrarse con otra persona, y a estamparlo en el papel, sustituyendo las fórmulas convencionales (“atentamente”) por el “¡Heil Hitler!”. En la calle, los alemanes empezaron a utilizar ese saludo en vez de dar los “¡Buenos días!”, y lo mismo hacían los carteros al entregar el correo o los estudiantes ante sus profesores. En el volumen, que incluye muchas ilustraciones, hay una que muestra un cuadro en la pared de una escuela alemana que representa al principe del cuento dirigiéndose a la bella durmiente, pero no le da un beso, sino el saludo hitleriano.
¿Pero qué significaba exactamente? La palabra “¡Heil!” tenía diversas
connotaciones, que aludían a la salud, lo curativo, los buenos deseos.
Por tanto, “¡Heil Hitler!” sopunía implícitamente desearle al líder nazi
buena salud, así como invocar a Hitler como una suerte de ser supremo
que podría concederla a quien recibía el saludo. En ambos casos, se
presentaba a Hitler como una tercera persona, siempre omnipresente al
encontrarse dos alemanes. La gente era consciente de estos significados,
y algunas veces incluso se rieron de ello. Por otra parte, es curioso
señalar cómo el saludo con el brazo en alto supuso mantener cierta
distancia con el interlocutor para evitar cualquier accidente (hay
varias anécdotas al respecto). En todo caso, esa distancia sustituyó la
intimidad del apretón de manos, distanciando a las personas, que
quedaban unidas exclusivamente por su lealtad a Hitler.
Este saludo también fue descrito de forma habitual como el “saludo
alemán”, como un signo de la identidad nacional. De hecho, a partir de
1937 se prohibió que lo usaran los judíos, con lo que se convirtió en un
emblema de la superioridad y la unidad raciales. En la Alemania
meridional católica, en donde la gente se decía “hola” convencionalmente
con las palabras “¡Gott de Gruss!” (algo así como “con Dios” o “ve con
Dios”), se sustituyó el término “Dios” por la palabra “Hitler”,
otorgándole un estatuto divino. Por tanto, se convirtió en un gesto
nacional, afirmando la identidad colectiva, la de una sola raza al
servicio de una única causa.
El régimen hizo que el saludo estuviera presente en cada momento de
la vida cotidiana y, puesto que todos lo usaban, los que quizá fueron
inicialmente renuentes se vieron sobrepasados. Además, no había otra
alternativa y las implicaciones eran de gran alcance. Cuando se
utilizaba en público, el “saludo” alemán militarizaba a las personas,
marcándolas como miembros de una sociedad movilizaaa por la dirección
nazi para la guerra. Así, reducía de hecho el sentido de su propia
individualidad, minando su capacidad de aceptar la responsabilidad moral
de sus acciones, la cual quedaba en manos de Hitler.
Allert señala estos múltiples significados del saludo de Hitler de
forma persuasiva. Sin embargo, en el libro, hay una tensión evidente
entre la pasión generalizadora propia del sociólogo y el respecto del
historiador por los hechos particulares, a menudo obstinadamente
recalcitrantes. Como sociólogo, quisiera que creyéramos que el saludo de
Hitler se convirtió en un significante universal del abandono por parte
de los alemanes de las comunidades e instituciones establecidas, tales
como la iglesia, el ejército y la familia. En ese sentido, la Alemania
nazi se habría conviertido en una nación de conformistas, que
abandonaron sus lealtades sociales primarias en favor de otra más simple
y singular, a Hitler. Como historiador, sabe que de hecho todo era
mucho más complicado.
De entrada, hay que señalar que la gente utilizaba a menudo el gesto
por coación. Así ocurrió sobre todo en los primeros meses del poder
nazi, cuando los disidentes y los opositores al régimen temían ser
detenidos o llevados a un campo de concentración. Las calles de Alemania
estaban llenas de carteles en los que se advertía que “¡Los alemanes
utilizan el saludo alemán!”, lo cual implicaba que quien no lo usara no
podría ser tenido como parte de la “comunidad” nacional de los alemanes,
siendo un extranjero, un paria, incluso un enemigo. Un viejo y conocido
socialista le relató al periodista Charlotte Beradt que había soñado
que el ministro nazi de propaganda, Goebbels, lo había visitado en su
lugar de trabajo, pero que le había resultado extremadamente difícil
levantar su brazo derecho para hacerle el saludo nazi al ministro; la
cosa se solucionó al cabo de media hora, cuando Goebbels le habría dicho
fríamente: “No quiero que me salude”. Esta única anécdota muestra todo
el miedo, la ansiedad y la duda que caracterizaron las actitudes de
muchos alemanes no-nazis hacia el saludo a principios del Tercer Reich.
Sin embargo, incluso entonces, y cada vez más con el tiempo, la gente
adoptó frecuentemente un saludo convencional como los de antes,
acompañando el saludo hitleriano con un “Buenos días” y un apretón de
manos. Allert menciona esta práctica, pero no la analiza detalladamente.
Quizá porque ello socava su argumento, pues implicaría aceptar que la
gente se tomaba el “¡Heil Hitler!” como una formalidad más o menos
irritante, que se anteponía por obligación al saludo real, el que
permitía conectar con el amigo, el pariente, el colega o el conocido,
restaurando los vínculos acostumbrados de la sociabilidad que habían
sido momentáneamente violados por el gesto formal del saludo nazi. En
todo caso, la gente dejó de usar muy pronto el saludo hitleriano, una
vez pasó el período inicial de violencia e intimidación. Los visitantes
de Berlín observaban ya a mediados de los años treinta que el saludo era
menos habitual que antes. Hay una estrecha calle en Munich que todavía
se conoce como “Callejón de los vagos”, porque la gente la utilizaba
para esquivar el saludo que debía rendir a un cercano monumento nazi.
En octubre de 1940, cuando estaba claro que Alemania no iba a
bombardear a los Británicos hasta la rendición, el corresponsal de la
CBS William L. Shirer observó que la gente de Munich “había dejado por
completo de decir el Heil Hitler!”. Tras la derrota alemana en la
batalla de Stalingrado, el servicio de seguridad de las SS difundió la
orden de que la gente no utilizara el “saludo alemán”, y de hecho había
desaparecido virtualmente hacia el final de la guerra, excepto entre los
fanáticos del partido nazi. Incluso cuando tuvieron que utilizarlo, los
alemanes lo convertían a veces en un gesto de desafío contra el
régimen. En 1934, los integrantes de un circo fueron sometidos a
vigilancia policial tras haber sabido que habían estado entrenando a sus
monos para hacer el saludo. Y hay una fotografía de unos mineros de la
ciudad bávara de Penzberg, reunidos con ocasión de un desfile, que
agitan sus brazos de todas las maneras posibles, ignorando al grupo de
las juventudes hitlerianas que les siguen, mostrándoles cómo debía
hacerse realmente.
A la postre, el historiador Allert sabe bastante bien, y así lo
reconoce hacia el final de este fascinante volumen, que “sería demasiado
simple leer el gesto como una muestra de apoyo” inequívoco. El hecho de
que “la gente lo usara de forma oportunista, a la defensiva o incluso
para expresar resistencia, aunque fuera velada y modesta”, combinado con
el hecho de que los alemanes cada vez más a menudo lo rechazaran o lo
descuidaran, o anularan su efecto acompañándolo de un saludo
convencional, niega su argumento de que el saludo supuso por si mismo
una “ruptura del sentido que la gente tenía de si misma”, “evadiéndoles
de la responsabilidad de una comunicación social normal, rechazando el
regalo del contacto con otros, permitiendo costumbres sociales
decadentes y rechazando reconocer la franqueza y la ambivalencia
inherentes a las relaciones humanas y al intercambio social”. La vida no
es tan simple, ni siquiera aunque así lo piensen en ocasiones los
sociólogos.
II. Dejemos ya
al comentarista, a Richard J. Evans, y demos un paso más. John
Heartfield (nacido Helmut Herzfeld, 1891-1968) fue un pionero del
moderno fotomontaje. En el período de entreguerras, a caballo entre
Alemania y Checoeslovaquia hasta su definitivo traslado a Inglaterra,
desarrolló una de las miradas más originales y críticas con el poder
político. Pues bien, una de sus obras lleva por título “Der Sinn des
Hitlergrusses”, es decir, “El significado del saludo hitleriano”. La
hizo en 1932 para una publicación del Partido Comunista, la Arbeiter-Illustrierte-Zeitung, mostrando a Hitler como una simple marioneta de los grandes potentados capitalistas. Con ella les dejo:
Fuente: Blog clionauta.wordpress.com, Archivo de julio 2008- Posted by Anaclet Pons en julio 14, 2008
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