La universidad: de la pobreza a la sobrevivencia
LUIS PEDRO ESPAÑA N. |
Según la canasta que calcula el Cenda, un profesor instructor está 8% por debajo de la línea de pobreza extrema. Por su parte, un docente titular solo estaría 14% por encima de la línea de pobreza.
Ambos con dedicación exclusiva ganan, respectivamente, Bs. 3.300 y Bs. 7.700.
Para no hacer comparaciones odiosas con otros funcionarios de la administración pública, cuyas remuneraciones y aumentos progresivos hacen palidecer de envidia a quienes se supone deben formar a los nuevos profesionales de este país y producir el conocimiento para su desarrollo, un profesor titular en el mundo desarrollado está por el orden de los 10.000 dólares como sueldo básico.
En Chile un docente a dedicación exclusiva y con doctorado puede ganar en su primer año unos 4.000 dólares al mes, lo que ubicaría a su similar en Venezuela cinco veces por debajo.
Teniendo en cuenta además que ese país no es precisamente el que mejor remunera a universitarios en América Latina, la brecha con países como Brasil, México e incluso Argentina podría ser mucho mayor.
Podríamos seguir haciendo comparaciones y la conclusión sería la misma, la docencia universitaria (y podríamos decir que la educación en general) es una de las profesiones con peor remuneración y, en consecuencia, la posibilidad de atraer y retener a los mejores talentos del país para la actividad científica y divulgativa es cada vez más difícil.
El rezago de la mal pagada profesión universitaria tiene muchas causas. De hecho, barbaridades como la posibilidad de jubilarse de la profesión con solo haber cumplido 25 años de ejercicio profesional, lo que no en pocos casos supone profesores jubilados antes de cumplir los cincuenta años, no fue sino el resultado de las concesiones que terminaban haciendo las autoridades universitarias ante la imposibilidad de defender las remuneraciones y llevarlas a lo que llegaron a ser a finales de los años setenta.
Como se entenderá, al empobrecimiento masivo que vivió el país, entre los años ochenta y noventa, el sector universitario no podía escapar. Si bien su capacidad de movilización hizo que fuera uno de los sectores que perdiera menos, comparado con otros gremios, la crisis financiera de las universidades supuso que el prestigio de nuestras principales casas de estudio se fuera perdiendo, no solo en términos profesionales o formativos, sino en producción y participación en el conocimiento académico del continente.
Poco a poco nos hemos aislado y perdimos el necesario roce internacional, que es lo que hace que la comunidad académica pueda alimentarse y asimilar las innovaciones, para luego, y después de ese involucramiento con la comunidad global, tener algún chance de contribuir a su crecimiento.
A la crisis histórica, por llamarla de alguna manera, hay que sumarle la crisis actual. La universidad, puede que por condición natural, no suele ser amiga incondicional de gobierno alguno.
Tiende a ser altanera, orgullosa de su autonomía y fiel creyente de la crítica como forma de entender al mundo y el statu quo. La universidad siempre supone que puede y debe mejorarse.
Por su nacimiento, por la relación casi natural de la universidad con el progresismo y, en nuestro caso, la vinculación con los movimientos revolucionarios del continente, ningún gobierno del pasado aspiraba a que profesores, investigadores y estudiantes le rindiesen pleitesía.
Puede que sin mucho entusiasmo muchos ministros de educación y no pocos jefes del Ejecutivo aprobaron importantes partidas presupuestarias para esos "centros de oposición".
Más allá de los episodios represivos, que los hubo, el Estado democrático venezolano entendía que la universidad era, además de formadora de profesionales y lugar de difusión y creación de conocimiento, un lugar de antagonismos y hasta de radicalismo antisistema, pero no por ello su función sería estrangulada desde leyes, disposiciones o recortes presupuestarios de corte claramente vengativos.
Lo que ha sido la historia de los últimos años de esta administración, con su bonanza petrolera incluida, en lo que a su relación con las universidades autónomas se refiere, no puede calificarse sino de persecutoria y oscurantista.
Pretende que porque ellas dependen principalmente del presupuesto del Estado para mantenerse y funcionar, deben perder su independencia, libertad de criterio y obedecer a quien paga.
Pero el hostigamiento y acorralamiento que padecen nuestras universidades no se circunscribe al ámbito presupuestario. La imposibilidad de realizar elecciones, de gobernarse a sí mismas o el hecho de estar permanentemente en conflicto con el gobierno nacional, sus partidarios y grupos armados, puede que sea un problema aún más grave que el remunerativo, la falta de equipos o la actualización y el deterioro de la infraestructura.
Curiosamente, esta administración había logrado adelantar algunas iniciativas ciertamente renovadoras, progresistas y acordes con los principios de complementariedad entre los sectores público y privado que suelen rendir tan buenos frutos.
Nos referimos a lo que fue el primer reglamento del fondo para la investigación que preveía la Ley Orgánica de Ciencia, Tecnología e Innovación. Mientras se les permitió a las universidades competir con proyectos por los fondos que debían aportar las empresas, se incentivó la actividad de investigación, las universidades pudieron modernizar sus instalaciones, tuvieron acceso a fondos para realizar actividades que desde sus propios presupuestos no serían posibles e incluso se logró atraer a la investigación al sector productivo, con lo que participaron conjuntamente empresa y universidad como nunca antes.
Pero la dicha duró poco. Ese oxígeno que recibió el sector universitario (que quede claro que no solo fue de recursos) le fue arrebatado con nuevas disposiciones donde ahora es una burocracia gubernamental la que asigna los recursos provenientes del aporte de las empresas.
A futuro, el sector universitario deberá ser uno de los ámbitos a reformar. Puede que no para volver al esquema de privilegios que se derivó de su capacidad de movilización y presión social, pero sí para cumplir con la misión social que tiene y que hoy la polarización y radicalización del Estado le pretende arrebatar.
Nadie puede prever qué pasará con nuestras universidades si este esquema de confrontación se mantiene por seis años más. Las universidades que hoy están en pobreza, mañana estarán en peligro. Formular desde ya un proyecto para su renovación puede que sea la mejor manera de defenderlas o relanzarlas, según lo que pase con la política de este país después de las elecciones.
Nashla Báez
Tesista de la Escuela de Antropología UCV
Pasante del Programa de Cooperación Interfacultades UCV
Co-Fundadora del grupo de Extensión Más Antropología
Twitter: @NashlaBaez
@PCI_UCV
@MasAntropologia
@TripeateCcs
Skype: nashlabaez
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